Lamia Haji Bachar tiene 18 años. Hoy vive junto a algunos de sus hermanos cerca de la ciudad alemana de Stuttgart, donde estudia alemán y desde un año se somete a intervenciones quirúrgicas para reconstruirle el rostro. Una mina, cuando huía del cautiverio en manos de ISIS, la dejó gravemente herida, perdiendo la visión de uno de sus ojos. Pero tuvo suerte.
Hoy lo puede contar. Otra joven y una hermana más pequeña que la acompañaban murieron por la explosión. Ella llegó a Alemania después de pasar por el kurdistán iraquí, «donde no me podían atender médicamente.
El doctor Mirza Dinnayi [exasesor del presidente iraquí Yalal Talabani, y fundador de la ONG Ezidi House] me llevó a Alemania. Allí me operaron de los dos ojos, y uno me lo pudieron salvar. Cada mes tengo que ir al hospital, y someterme a operaciones porque mi cara todavía no está bien». Su aspecto ha mejorado mucho en este último año. «Me cuidan muy bien, pero creo que nunca se arreglará mi cara del todo. Al principio era horrible –recuerda–, ahora estoy mejor».
El caso de Lamia Haji Bachar ocupó durante semanas espacio en medios de comunicación de todo el mundo. Era una de las pocas jóvenes, convertidas en esclava sexual por Daesh, que había logrado escapar. Ella junto a otras muchas mujeres fue capturada tras el ataque a su ciudad natal, Kocho, en agosto de 2014. «Mataron a los hombres, a casi todas las mujeres…», relata Lamia la tragedia del pueblo yazidí, en un encuentro organizado por la Casa Árabe y el Gobierno Regional del Kurdistán en Irak.
El pueblo yizadí, una minoría religiosa que estaba formada por 400.000 personas, que vivía al norte de Irak y de Siria, fue diezmada por los ataques de Daesh en su afán por extinguir esta comunidad a la que considera de infieles y adoradores del diablo. En el ataque de 2014, en una de las zonas en las que estaba asentada la comunidad, el Monte Sinjar, 9.900 yazidíes fueron asesinados o capturados (entre ellos Lamia). En la actualidad hay todavía 3.200 yazidíes en manos de Daesh.
Durante los veinte meses que Lamia estuvo en manos de los yihadistas fue vendida en cuatro ocasiones y tuvo que sufrir todo tipo de atrocidades, que la hicieron pensar incluso en el suicidio. Sin embargo, no cejó en su empeño por intentar escapar. Ella lo consiguió, pero otras muchas no. «Cuando escapaban y pedían ayuda a algunos vecinos para que las acogieran, estos no abrían la puerta o llamaban inmediatamente a miembros de Daesh», explica.
Llevarles a los tribunales
Si bien las heridas externas están mejorando, las internas siguen ahí. Cuando le preguntamos por ellas, cómo está superando su dramática experiencia, baja la cabeza antes de contestar: «Desde hace tres años hasta ahora, me siento muy mal. Daesh capturó a toda mi familia: a mis hermanos, a mis padres, a mis tíos… Mataron a casi todos los hombres y mujeres de mi pueblo, entre ellas a 80 ancianas porque no servían para nada; cuando son jóvenes las pueden vender, las pueden usar como esclavas sexuales… También tengo a una hermana, con cuatro hijos pequeños, que no sé donde está: tal vez en Irak o en Siria… ¿Hasta cuándo va a permanecer Daesh allí? Sin castigo, sin justicia internacional…», se pregunta.
Galardonada con el premio Sajarov 2016, junto a otra joven yazidi, Nadia Murad, este premio sirvió de altavoz para que el mundo entero conociera la tragedia de su pueblo. El año pasado la ONU dictaminó de genocidio los crimenes del autodenominado Estado Islámico contra esta comunidad. Sin embargo, Lamia y otros activistas yazidíes reclaman que los terroristas sean llevados ante el Tribunal Penal de la Haya y condenados por sus atrocidades. «Todavía están matando a hombres, mujeres y niños. No están dejando a nadie con vida. He ido a varios países a hablar de nuestra situación, al igual que Nadia, pero hasta ahora no se ha abierto ningún expediente», lamenta.
«Contar mi historia me dio fuerza y ánimo para hablar en otros foros internacionales y explicarles lo que nos está sucediendo»
Tras recibir el galardón, Lamia aseguró que había sobrevivido para alzar la voz por aquellos que no tienen voz. «Contar mi historia me dio fuerza y ánimo para hablar en otros foros internacionales y explicarles lo que nos está sucediendo. Me ha dado fuerzas para defender los derechos humanos de las mujeres y de mi pueblo. Estamos vivendo un gran problema».
Le comentamos a Lamia que el día anterior Daesh ha destruido la mezquita de Mosul, donde hace un año su líder Abu Bakr al Bagdadi autoproclamó su «califato», para que no la recuperara el Ejército iraquí. ¿Cree que el final del grupo yihadista está cerca?: «Cuando se recupera una ciudad tomada por ellos, como Sinjar o Mosul, es solo eso, porque Daesh se sigue extendiendo por otras ciudades. Salen de una zona y entran en otra. Están en todos lados. Nosotros luchamos contra la ideología de Daesh, ¿cómo han llegado hasta este punto?», vuelve a interrogar. En su reclamación de un castigo penal para Daesh, deja fuera a las mujeres y niños que viven con ellos. «No quiero que los lleven al tribunal, porque ellos no son los reponsables de esto. Nosotros luchamos contra las ideas radicales de Daesh», subraya.
Lamia ha aprovechado su visita a Madrid para reunirse con la presidenta del Congreso, Ana Pastor, y un grupo de parlamentarios del grupo de trabajo sobre igualdad. ¿Qué espera de ellos? «Que pidan en el Parlamento Europeo que se lleve a los tribunales a Daesh. También que ayuden a mi pueblo, que está refugiado en campos de Turquía y Grecia, casi en situación de abandono».
Cuando era niña Lamia soñaba con ser algún día profesora. Hoy, todavía «demasiado joven» para plantearse tener su propia familia, lo ve «muy difícil en Alemania», y se ha marcado como objetivo ser «activista para ayudar a mi pueblo explicando al mundo lo que nos ha pasado. Quiero animar a las mujeres, y especialmente a las jóvenes, a que estudien».
Sobre si algún día le gustaría volver donde nació, dice que no: «Liberaron la zona, pero tengo miedo de volver. Cuando vivía allí, convivíamos con familias árabes hasta que de repente llegó Daesh, y de un día para otro todos se volvieron contra nosotros. Nadie nos protegió. Vivimos allí casi 1.000 años, y en un día todo los pueblos islámicos se volvieron contra nosotros. Se volvieron fanáticos».