En esa mirada de 92 años que ven, caben todos los horrores que una chica jamás tendría que haber visto: su madre fue enviada a la cámara de gas el mismo día que Annette Cabelli entró a Auschwitz; su hermano fue utilizado como cobaya humana en el campo de exterminio y le cortaron los testículos; y ella -a la edad de 17 años- era una de las encargadas de transportar los cuerpos sin vida en una carretilla.
«Yo trabajaba en una barraca que era utilizada como hospital. La persona que entraba al hospital no salía más. Por la mañana sacábamos todos los muertos. Había mujeres que no estaban todavía muertas. Moribundas. Pero tenían parte del cuerpo comido por las ratas».
Murieron 1,1 millones de personas, la inmensa mayoría judíos. Cuando el 27 de enero de 1945 Anatoly Shapiro -oficial del ejército soviético- entró al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau para su liberación, sólo había 2.819 supervivientes. Por llamarlos de algún modo: «Vimos algunas personas vestidas con harapos. No parecían seres humanos. Eran puro hueso. Les dijimos que eran libres, pero ellos no reaccionaron. No podían mover la cabeza ni decir una palabra».
En esos ojos que ven, decíamos, caben todos los horrores vistos. En esa garganta caben seis idiomas. En ese pecho caben dos hijas y tres nietos. Y en ese antebrazo que muestra cabe lo peor del siglo XX.
La anciana se levanta la manga de la chaqueta para enseñarnos el número 4065 que le tatuaron en Auschwitz. Como si viniera a donar sangre. O como si viniera a recordar una vacuna. Que es lo que precisamente viene a hacer.
-Hoy se cumplen 72 años de la liberación de aquel campo de exterminio. ¿Qué edad tenía usted cuando los nazis ocuparon Grecia y en qué cambió su vida?
-Tenía 15 años y vivíamos en Salónica. Notamos la violencia rápidamente. Pusieron un anuncio para que todos los judíos nos presentásemos en la sinagoga. Para ponernos la estrella de David. No había nada para nosotros. Éramos tres hermanos y mi padre se había muerto cuando yo tenía cuatro años. Vivíamos con cartillas de racionamiento. Los alemanes se llevaron a mis hermanos para trabajar. Al mayor, Alberto, lo pusieron de mecánico en las máquinas de tren. Al pequeño, Dino, se lo llevaron a trabajar a una montaña para extraer cal. Los ojos de mi madre ni se veían por la mañana de todo lo que lloraba por la noche. Muchas personas morían de hambre y de enfermedades, hinchadas.
-¿Cómo acabó en Auschwitz?
-Llegó un momento en que decidieron movernos a los 65.000 judíos de Salónica y de toda la zona y llevarnos a los campos. Nos hicieron ir a los trenes. Un hombre uniformado señalaba y decía «tú, tú y tú». Señalaron a mi hermano mayor y se lo llevaron a Auschwitz. Nunca más le vimos. Luego acabamos allí el resto de la familia.
-Hubo un periodista de The New York Times, H. W. Lawrence, que, al descubrir el campo de exterminio de Majdanek, dijo que era el «lugar más espantoso de la faz de la tierra». Yo querría saber qué fue lo que vio, ¿cómo lo definiría?
-Yo estuve en Birkenau, un año y en Auschwitz, un año y dos meses. Llegamos cuando amanecía. Recuerdo los hornos nada más llegar. Y que nos empezaron a chillar nada más bajar del tren. Un vagón cerrado como si fuéramos bestias. Había gente que no podía ni saltar. Cuando uno se caía, otro pasaba por encima. Un altavoz decía que las mujeres y los viejos que no pudieran caminar tenían que subirse a unos camiones. Seleccionaban a los fuertes. El primer día me tatuaron el brazo. Nos llevaron al baño. Nos cortaron el pelo. Las mujeres SS ponían el agua muy caliente y luego muy helada. Y ellas se reían y nosotras chillábamos.
-A su madre la mandaron a la cámara de gas nada más llegar. ¿Cuál es el último recuerdo que tiene de ella?
-No tuve tiempo de despedirme de mi madre. Cuando bajamos del tren, empezaron a dividir gente. Todos los que iban en el camión de mi madre fueron gaseados. La última imagen de mi madre es en el tren. Allí no teníamos ni agua ni comida. Y la pobrecita [que era descendientes de sefardíes, los judíos que eligieron el exilio antes que la conversión en la España de 1492] me decía: «Tanto que quería llevaros a España y al final no vamos a ir». Con el paso de los días, un alemán me dijo: «¿Ves el humo? Ahí está tu mamá».
-Usted era una niña de 17 años cuando llegó allí. Me gustaría que me hablara de los niños. ¿Cómo era ser niño en Auschwitz?
–Muchos niños mentían y decían que eran mayores de lo que eran, porque a los menores de 14 los llevaban al horno. El de 13 decía que tenía 15. El de 14 decía que tenía 15. Para que les pusieran a trabajar en vez de matarlos. A los pequeños los llevaban a los hornos. Yo caí con tifus. Estuve 40 días con fiebre. Adelgacé 10 kilos. Salí pesando 41. Para poder dormir tenía que fumar majorka, una cosa malísima. Era como el hachís, que te colocaba. Porque solo dormía si fumaba. Si no me pasaba la noche entera despierta. A mi hermano, que tenía 20 años, lo tomaron para hacer experimentos y le cortaron un pedazo de abajo [los testículos]. Había una barraca con gemelos. Allí los llevaban de dos en dos para experimentos. También a los enanos. Durante unas semanas o meses. Luego los llevaban al horno.
-Un olor que recuerde.
-El olor al humo, el olor a carne como si hubiera sido frita.
-¿Y un ruido?
-Cuando era fiesta judía venían los SS a la barraca y cerraban la puerta para hacer la selección. Ese sonido de la puerta cuando cerraban. Aunque cuando iban a por los judíos húngaros era peor: había gente que estaba esperando en la puerta con los chicos para entrar a la cámara de gas, entonces cogían a los niños, los tiraban a un agujero, echaban encima a sus madres y prendían fuego.
-¿Por qué ha decidido dar testimonio del Holocausto [invitada por el Centro Sefarad y Comunidad Judía de Madrid]?
-Tengo 92 años, pero quiero hablar de esto. La gente necesita saber lo que pasó. Mientras pueda hablar tengo que hacerlo.
-El día de la liberación había en el campo 2.819 supervivientes. Usted salió unos días antes en una de las famosas marchas de la muerte que le condujo hasta el campo de Ravensbrück y desde ahí al de Malchow.
-Mi hermano fue liberado por los rusos el 27 de enero de 1945, como el resto. Yo hice la marcha de la muerte empujada por los alemanes unos días antes, el 18 de enero. Días y días andando por la nieve, a -13 o -15 grados. Murió mucha gente. Cuando no podías andar, los alemanes te disparaban.
-No es extraño que algunos supervivientes se sientan culpables por haber sobrevivido. ¿Le pasó a usted?
-Sí. Es verdad. ¿Por qué yo y no ellos? Perdóname… (Se emociona) Yo no puedo creer más en Dios: si Dios hubiera existido tendría que haber hecho algo.
-¿Sigue llorando aún hoy?
-Ya no puedo llorar más. En el campo yo no lloré nunca. Mi sobrina se murió por esto: siempre iba llorando y diciendo «papá» y «mamá». Yo no. Yo decidí que había que luchar.
Por: Pedro Simon | En: www.elmundo.es