Croacia 2-1 arriba. Y Marin Cilic, el mejor tenista croata y número 6 del mundo, está dos sets arriba de Del Potro. La Copa que el tenista norteamericano Dwight Filley Davis inventó en 1900 se va de nuevo para otro lado. Esa Copa maldita que Estados Unidos ganó 32 veces y que jamás obtuvo un país latinoamericano se escurre otra vez entre las manos. Tan cerca. Lástima. Esta vez parecía que podía ser. Merecía ser.
Cilic termina el segundo set y parece invencible. Saca como Tanner (le ganó una final a Vilas en el 77 con un primer saque demoledor), corre como Nadal y volea como Federer. No hay manera. Su juego y su confianza hacen de Del Potro una sombra.
Pero empieza el tercer set y están 15 iguales cuando algo sucede. Son las 12.16 en la Argentina y una pelota hace clic en el partido, en la serie y en la historia.
Cilic la juega corta, Del Potro corre hacia adelante y la devuelve con lo justo. Cilic, que en ese momento es un coloso de confianza, lo pasa con un globo perfecto. Del Potro está medio moribundo en juego y en físico pero la corre igual. Llega y hace una Gran Willy pegándole entre las piernas, de espaldas a la red y a su rival. La pelota vuela por encima del croata y se mete cerca de un ángulo, en el fonde de la cancha. El público y el banco argentino aplauden a Del Potro. Cilic también. No sabía que estaba aplaudiendo su propia derrota.
Del Potro ganó ese game y ese set y los dos sets siguientes. En esa pelota supo que podía y, entonces, pudo. La cabeza lo puso donde no había llegado con su tenis. La confianza le dio un plus, igual que el equipo.
Este equipo de la Davis no estuvo integrado, ni de lejos, por los mejores tenistas de la historia argentina. Tuvo a Del Potro como figura y emblema de un grupo de jugadores discretos y voluntariosos que también tuvieron el plus de la cabeza: siempre supieron quién era cada uno, para qué estaba, qué tenía que hacer. Esta vez no hubo internas para separar sino unión para conseguir algo juntos.
El tenis es un deporte eminentemente individual, pero la Copa Davis es el Mundial: debe ganarlo un equipo.
Del Potro fue Maradona pero Delbonis, Mayer y Pella fueron Burruchaga, el Negro Enrique y el Tata Brown. Jugadores que, al servicio de un objetivo, terminan rindiendo más que la media y un día alcanzan la palabra sagrada, reservada a unos pocos elegidos: campeones.
Así salió Delbonis a jugar el punto final, contra un gigante de dos metros once que es, hoy, el dueño del saque más potente del mundo. Lo hizo con aplomo quirúrgico, como si estuviese entrenando en su club de Azul. Y le quebró el saque todas las veces que hizo falta. Humildad y épica. Es todo lo que necesitan los héroes.
El de ayer fue el triunfo de un equipo con espíritu amateur, donde nada importó más que el objetivo común. No se puede, de otro modo, ganar la Copa soñada jugando todos los partidos de visitante.
El triunfo puede alcanzarse cualquier día pero la gloria es eterna. El tenis argentino ya tiene a sus héroes sin par. A los que ganaron lo que ningún otro. Eran éstos.
Tras varias finales perdidas con extraordinarios tenistas peleados entre sí y encarnizados duelos de egos que siempre terminaron de la misma manera, nunca deberíamos olvidar cómo fue que se consiguió esta vez.