Los resultados de la elección presidencial de Brasil indican un triunfo de Bolsonaro, tan amplio como para justificar su bravata de que el 28 de octubre, día de la segunda vuelta, estará festejando en la playa.
Aquellos que venimos de una tradición laica aprendimos, una vez más, la lección sobre los pentecostales, cuyo peso en Brasil se trasladó a la cantidad de representantes en el Congreso, donde antes de la última elección eran más de setenta. Hace tres décadas ya se había fundado en Brasil una Asociación de Evangélicos.
Pero los pentecostales y evangélicos no son la causa. Se necesita una perspectiva inversa para averiguar qué les da poder a Bolsonaro y a los pentecostales. Ambos expresan sentimientos colectivos sobre la política. Cuando, en 1992, el sociólogo británico David Lehmann me contó sus investigaciones sobre los pentecostales en Brasil, para mí eran todavía una novedad.
Lehmann debió persuadirme de su importancia. Pocos años después, Pablo Semán investigó a los pentecostales y otras formas de religión popular en Argentina. Hizo trabajo de campo en las villas y describió el crecimiento local del pentecostalismo «por la capacidad que tiene para movilizar y combinar los preexistentes supuestos culturales de grupos afectados por diversas formas de pobreza».
La cultura y la cultura política, que hemos considerado occidental con sus coloridos clivajes regionales, hacen crisis frente a las iglesias evangélicas.
¿Por qué fue Bolsonaro el candidato del capitalismo liberal recalcitrante y, también, de los pobres que llenan los templos pentecostales? En un escenario nuevo, el fundamentalismo religioso es una influencia cercana, barrial, asistencial, consoladora, bien diferente de los avatares contemporáneos de la política, que deja en el abandono a las masas que, en otras circunstancias, pudo dirigir.
Los pentecostales crecen en comunidades heridas y desdichadas, aunque no solo allí. Su victoria es una consecuencia, no simplemente una causa. Twitter. Como Trump, Bolsonaro desplegó su campaña en Twitter, una plataforma que distribuye la ilusión de pertenencia.
Quizá solo un concierto de rock o una gran final de fútbol mantengan todavía la capacidad de forjar un vínculo intenso y vivido. Pero, más allá de esos acontecimientos del show-business o del deporte, la unión por simpatía y los afectos comunitarios se desvanecen en el pasado.
En estas condiciones, los políticos, Trump o Macri, Bolsonaro o Cristina Kirchner, usan Twitter para instalar, una vez más, la sensación de pertenencia colectiva a algo, sea lo que fuere.
Además, Twitter corre con la ventaja de que no pide lealtades profundas ni permanentes, sino compromisos de corta duración: exactamente lo que las sociedades contemporáneas ofrecen a quienes viven en su inmenso reducto de lealtades débiles y reacciones extremas pero volátiles.
Sin duda, Twitter reparte noticias falsas porque no se rige por los principios de verdad o mentira, sino por los más subjetivos de creencia o desconfianza. En un mundo veloz, su mayor cualidad proviene de la brevedad y la simplicidad intelectual de los mensajes.
Miguel Lago afirmó que Brasil es el primer país que entra en la “hiperhistoria”, un tiempo en que ya no se distingue entre realidad y virtualidad. Bolsonaro, con su estilo corto y de impacto, es “prácticamente un youtuber” (piaui.folha.uol.com.br/extremo-centro-x-extrema-direita/).
Leer una página de diario es una aventura compleja, hoy reemplazada por el shock. Bolsonaro está dotado para el shock por una naturaleza que fue perfeccionada por la ideología. Lo que piensa se adhiere, palabra por palabra, a un sentido común que, hasta hace poco, habríamos llamado arcaico o reaccionario.
No domesticada por lo que se considera políticamente correcto, su “sinceridad” nace del hartazgo de los sermones bien pensantes. Tal padre no quiere tener un hijo homosexual; tal hombre blanco no quiere que su hija se case con un negro.
Así de sencillo. Trump adivinó que sus votantes sentían lo mismo que él ante los progresos del igualitarismo. Bolsonaro detectó algo parecido en Brasil. Como Trump y otros casos, Bolsonaro se aprovecha de los votantes hartos de la política y los políticos. Ese no es su problema, sino el nuestro. La corrupción.
El elemento novedoso y decisivo es la corrupción. Una estudiante pobre y negra describió un significativo cambio: después del escándalo del Lava Jato, sus padres no votaron al PT, como lo habían hecho hasta entonces, “porque ellos son de una época cuando los políticos no iban presos, y, desde que empezaron a ir a la cárcel, se decepcionaron por completo” (piaui.folha.uol.com.br/arrastao-da-direita-redefine-o-pais). Bolsonaro no acusa solamente a Lula de corrupto. Sus posiciones describen de ese modo a toda la política.
En esto coincide con un sentido común que también conocemos en Argentina: “todos los políticos llegan para llenarse”. Sin embargo, que el alejamiento de la política tome como argumento la corrupción, no impide que ese argumento exprese de verdad una época en que los gobiernos populistas, incluso los de carácter progresista como el de Lula, declinaron dar una batalla por la decencia y, que, para gobernar, compraron voluntades y establecieron alianzas en un complejo sistema de partidos como el brasileño.
Después de años, enfrentaron el hecho de que los propios compañeros se habían hundido en ese sistema de tolerancia. No se trataría de sobresueldos, que se discutieron en España y de los que allá se acusó al Partido Popular, sino de coimas. Si hay sentencias apoyadas en las pruebas que se han mostrado, se trata de enriquecimiento privado y per cápita de los políticos.
Por su parte, los intelectuales del kirchnerismo, reunidos en Carta Abierta, han elegido un camino fácil. Podrían haber razonado que sus dirigentes necesitaban el dinero para hacer una política que, sin tales recursos, sería impracticable. Desecharon ese camino exculpatorio, difícil, pero posible.
No hablan de lo que se llama financiamiento ilegal de la política. Simplemente, niegan todo acto de corrupción que embarre los costosos atuendos y mansiones de quienes gobernaron entre 2003 y 2015.
Convengamos que, como salida, es la menos inteligente. Les será difícil demostrar que las pruebas, en cada una de las causas, son falsas. Y que todos los juicios a la corrupción se ocupan, como afirma Carta Abierta 26, de “oscuros eventos de ilicitud que se dan por anticipadamente acontecidos en el seno de los gobiernos kirchneristas, sin más recursos probatorios que los tan asiduamente llamados relatos.
¿La penumbra jurídica y el parloteo comunicacional no constituyen una realidad ultraficcional…?” No es una buena defensa de la inocencia de CFK ante las acusaciones que comparte con De Vido, mano derecha de su esposo, Néstor Kirchner.
Y mejor no atribuir todo a una conspiración de la derecha dirigida únicamente contra los progresistas, ya que el miércoles pasado llegó la noticia de que, en Perú fue detenida Keiko Fujimori, bajo cargos penales similares a los de su padre, presidente durante diez años.
Hasta el momento, ambos son acusados de corrupción, no de ser populistas-distribucionistas-antiimperialistas. Bolsonaro descubrió que ese tipo de defensa más que mejorar la situación del acusado la empeora, porque se combina con el talante antipolítico de los votantes a los que convoca. Para que exista un Bolsonaro, tiene que haber millones de ciudadanos que ya no suscriben un pacto que los obligue.
Hace más de una década, en La política después de los partidos, escribió Isidoro Cheresky: «La actual adhesión al líder es más directa y menos comprometida. Se expresa como opinión o como voto, pero no requiere participación».
Bolsonaro no pide militancia ni compromiso de larga duración. Le parece estupendo que sus votantes estén hartos de la política y los políticos. Ese no es su problema. Esa es justamente su inapreciable ventaja. Por eso, el problema es nuestro.