Hasta aquella noche en llamas de 2010, Débora sobrevivía con mucho esfuerzo. Hija de un hombre que no fue capaz de darle ni el apellido, había logrado terminar el secundario y hasta estudiar peluquería, pero a los 23 años no tenía otra alternativa más que limpiar casas ajenas y vender ropa por la calle para darles de comer a sus dos hijitas,carentes ellas también de apellido paterno.
Las cosas no les eran fáciles en el humilde barrio Los Pinos de San Justo, en La Matanza. Pero todavía tenían margen para complicarse mucho más. Es que a Débora aún le faltaba conocer el amor.
Él se llamaba Gonzalo y acababa de salir de un instituto de menores, adonde había caído por cometer tantos robos que era más simple enumerarlos como “múltiples”. Tomaba cocaína y pasta base, cuando ella aún estaba empezando con la marihuana. “Pero me enamoré perdidamente”, se justificaría Débora años después.
Aquella noche de 2010, el menú para ellos fue un maridaje de vino espumante y pastillas. De postre, salieron juntos y robaron un auto, en el que luego pasaron a buscar a un amigo de Gonzalo, de apenas 17 años. Lo que siguió fue tan excesivo que perdieron la cuenta, hasta que los despertó la Policía con una factura implacable: cinco asaltos a casas y al menos cinco coches robados.
Débora fue a parar a la Unidad 33 de Los Hornos (La Plata), a un pabellón que lleva el número 10 y un nombre que eriza: “Materno-Infantil”. Está presa allí desde octubre de 2010, procesada por “robo agravado” en Morón.
Pero no duerme sola. La acompañan sus trillizas, Valentina, Catalina e Isabela, nacidas en el encierro. Tienen 1 año y dos meses. Y están presas.
En las cárceles bonaerenses hay 48 mujeres que están detenidas junto a sus hijos, todos menores de cuatro años. En total, hay 54 bebés presos.
En el mismo penal de Los Hornos están Mateo y Nazareno, uno de 2 años y el otro de cinco meses; su mamá está condenada a una década de prisión por intentar matar a un familiar. Los mellizos Nicole y Benicio nacieron el año pasado en la cárcel y siguen ahí con su madre, que está detenida desde agosto de 2014 por el homicidio y abuso de otra de sus hijas en complicidad con su pareja.
Samuel y Nahomi, la otra parejita de mellizos de la prisión, ya cumplieron 3 años. Ludmila tiene 12 meses y comparte la celda con su mamá, que está acusada de intento de robo agravado y a punto de parir a su segundo hijo.
En otra cárcel, la de Florencio Varela, Aluhé y Nahomi -de dos y tres años- también se preparan para recibir a un hermanito entre rejas. La más chiquita fue noticia en enero de 2015, cuando su madre se vio forzada a darle la teta a través de los barrotes de su calabozo de la comisaría 4° de Morón -adonde estaba transitoriamente- porque la Policía le prohibió entrar a la bebé.
La ley les permite a todas las detenidas del país -que cada vez son más- tener a sus hijos con ellas hasta que cumplan cuatro años. Los bebés, entonces, enfrentan la misma condena que ellas y las mismas dificultades para acceder a salud, alimentación adecuada y educación, aunque con mayor vulnerabilidad que los adultos y sin haber cometido delito alguno.
Si bien nadie se anima a pronosticar cómo será su futuro, sí se sabe que cuando salen de prisión antes que sus madres -porque superan el tope de edad- terminan rebotando entre hogares de familiares lejanos, en los mejores casos. O en institutos. Un juez lo decide.
El drama, al que en las próximas semanas se sumarán 25 embarazadas que parirán en prisión, es profundo. La mayoría de estas mujeres convive en el penal de Los Hornos, donde funciona el jardín maternal “Las Palomitas”, y algunas tienen graves problemas de conducta que las han llevado incluso a revolearse bebés por la cabeza. Son ladronas -hay 24 presas por este delito-, asesinas -son 15- y traficantes de drogas (10). Sus hijos crecen a la sombra de los muros, jugando a “la requisa”.
El ministro de Justicia bonaerense, Gustavo Ferrari, planea trasladar a parte de ellas a cuatro casas-cárcel que ya se acondicionaron en el penal de Florencio Varela, como parte de una prueba piloto. La primera complicación del asunto es cómo elegir a las cuatro presas -dos madres y dos embarazadas– que vivirán en cada una de esas construcciones.
La segunda es cómo convencer a otras áreas del Estado -y a la sociedad en general- de que vale la pena invertir en los detenidos, que tienen sentido los talleres móviles para enseñarles computación y mecánica de autos que ya empezaron a recorrer los penales, y que sirve de mucho que se hayan reactivado las panaderías que ocupan a los internos de Dolores y Varela, entre otras cosas. Porque mejores condiciones adentro implican menores índices de reincidencia afuera.
El Servicio Penitenciario provincial -el más grande del país- atraviesa un momento complicado, luego de que el Ministerio de Justicia lo decapitara a fines de octubre, lo interviniera -echaron a 18 directores de unidades y a 3 jefes de complejos-, comenzara a auditar al personal y se encontrara, entre otras cosas, con que la mayoría de los médicos no iba a trabajar nunca y que se pagaban 14.000.000 de pesos mensuales en horas extras que pocos cumplían y a muchos enriquecían.
En esas manos están Débora, sus trillizas y el resto de los bebés presos.
(Especial de Clarin)